Joan

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Joan

Joan fue marino mercante. Durante casi toda su vida laboral navegó por los océanos del mundo. Tuvo amantes sofisticadas. Aprendió a estimar el valor de la diferencia. Admiró la sutileza de la cultura japonesa. Le gustaba tanto la fotografía que, en uno de sus viajes, se compró una Leica, con la que pudo retener pedazos de su mirada repartidos por todo el planeta.

De regreso en Barcelona se casó. Compró una casita en Les Planes y en ella vivió con su esposa hasta el fallecimiento de ésta. A partir de ahí, se diría que el signo de suerte se desvió hacia una deriva lenta y permanente.

Se hundió el techo de su casa y, sin dinero para repararlo, se acostumbró a vivir en una roulotte que alguien le regaló y él ubicó en su jardín.

Entonces fue cuando yo le conocí.

Me enamoré de su hablar lento y dulce, de su mirada compasiva, de su capacidad de amar. Conversamos una y muchas veces. Le llevé libros, muchos libros. Porque a Joan le gustaba mucho leer. Nos hicimos amigos.

Pasados los años, cada vez que iba a visitarlo - "¡Joaaan!", gritaba yo desde el camino próximo a su casa - le encontraba en peores condiciones físicas. La soledad y los achaques se iban cobrando el tributo de su vitalidad.

Pero Joan no cedía: cada mañana se levantaba temprano y, cojeando y con mucho esfuerzo, descendía la pendiente hasta la estación del tren. "¿Adónde vas tan temprano, Joan?" le preguntaba yo. "A estudiar alemán" respondía Joan. A sus casi noventa años estudiaba alemán en una escuela subvencionada de Sarriá. Para Joan dejar de aprender era empezar a morir. Y él quería vivir.

De regreso de sus clases, bajando del tren se sentaba a descansar en la mesa de un merendero. Y, desde allí, con muchísimo esfuerzo, encorvado y a paso muy lento, emprendía el ascenso por la pendiente que le llevaba hasta su casa.

Murió un día. Lo supe cuando a mi grito - "¡Joaaaaaan!" - nadie respondió. Me acerqué a ver la casa y el techo estaba más deteriorado. La roulotte cerrada. Todo allí era silencio. Pregunté y un vecino me lo dijo: el viejo ya murió.

Murió una de las personas más bellas, sensibles y tenaces que he conocido y jamás conoceré. Le quise mucho.

Aquí muestro su fotografía. Una mañana de tantas, en las que, agradecido por la nueva luz del sol, se levantaba de la cama y lo primero que hacía era acercarse a darle los buenos días al perro del vecino. Que le esperaba con devoción.

Una fotografía de puro amor.

Pepe Navarro